Que nos sintamos llamados a decir "Anda lloviendo" entraña sostenida perplejidad ante el fenómeno, un asombro que nos sobrepasa
Ya llovió
NEGRO Y CARGADO / José Israel Carranza EN MURAL
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Detrás de su aparente superfluidad, en la expresión tapatía para afirmar que llueve se esconde, creo yo, una clave importante de nuestra tortuosa relación con el clima. "Anda lloviendo", decimos, lo mismo en cuanto las primeras gotitas caen sobre el parabrisas que cuando la tromba asesina ya está reventando la ciudad. Y lo decimos sin poder evitarlo, para nosotros mismos o para una audiencia específica o para que se entere el mundo, y generalmente se trata de una obviedad pasmosa: como si hiciera falta esa corroboración verbal para que la lluvia sea real y no una minuciosa alucinación. (Deliberadamente he usado este adjetivo, minuciosa, porque me lo puso al alcance el recuerdo del poema de Borges: "Bruscamente la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa. / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado". Tal vez sea cierto que la naturaleza precisa siempre de palabras que constaten su ocurrencia, y, entonces, lo que los tapatíos hacemos al declarar "Anda lloviendo" tenga, en el fondo, connotaciones metafísicas muy sorprendentes: si no pronunciamos ese conjuro, ¿en realidad está lloviendo?).