Un hombre, ya entrado en años, pero no viejo, a paso lento, pero no cansado, avanza por el pasillo vacío de una escuela. Usa un traje gris de tres piezas y sólo lleva consigo el portafolios de piel en la mano derecha; la otra mano va guardada en su bolsillo, la mirada parece ir reconociendo ya las visiones que convocará unos minutos más adelante, se diría que va al mismo tiempo concentrado y distendido. Entra al aula: por sus dimensiones y por la disposición del espacio es una suerte de anfiteatro, de los que se destinan en las universidades a las clases más importantes. Todas las butacas están ocupadas y el barullo de las conversaciones no se interrumpe con la aparición del profesor, en lo alto. Baja unos escalones, ya está dentro, y es entonces cuando su voz resuena, fuerte y clara, y termina de materializar su presencia. "Damas y caballeros", dice, mientras sigue bajando hacia el lugar donde lo esperan el escritorio y el pizarrón, "hay dos millones de palabras en este curso: las obras de las que nos ocuparemos contienen un millón de palabras, y ustedes van a leer cada una de esas obras dos veces...". Sobre el murmullo de risas nerviosas, el profesor obsequia todavía un par de bromas más, acerca del nacimiento de la literatura, y entonces acomete su asunto: "Franz Kafka y La metamorfosis", anuncia, con una mezcla de reverencia y exultación, y el silencio se afirma y todos los estudiantes empiezan a tomar notas.