Desde que tengo memoria nos han dado toda clase de productos fermentados, pero hay uno en particular del que me acuerdo desde pequeño, que son los búlgaros -mejor conocidos como yogur-. Nos eran proporcionados y elaborados en la misma cocina de la casa, ya que simplemente les ponían leche a esas bolitas blancas que descansaban en el fondo de la botella y al día siguiente ya estaba listo el yogur casero. Claro, no tenía un sabor muy agradable hasta que le poníamos mermelada o miel, pero así debió haber empezado la historia de la relación de los humanos con los productos lácteos fermentados.