Grandes fragmentos de hojas de roble requemadas volaron kilómetros hasta la puerta de entristecidas casas. Una nube de polvo de árboles carbonizados cubrió -de horizonte a horizonte- una muy ancha franja del cielo tapatío. La sombra de aquella nube de ceniza iba desmoronando las emociones de a quienes cubría. Su turbiedad hacía arder el corazón de los que la mirábamos arrastrar del cuello -por todo el firmamento- al alma de los árboles que perdieron la batalla ante el incendio. El aire apestaba a indignación, a Rabia Roja (con mayúsculas) como el color con que el mismo sol mostró -aquel día nefasto- su furia desbordada.