Son de esos planes pensados muchas veces y actuados nunca. Posiblemente fue un resultado de aquel soleado y desquehacerado sábado. El primer paso fue hurtar el refrigerador propio, que para mi fortuna estaba lleno de sobras de la cena de ayer; carnes frías, quesos y dips. Después siguió una parada estratégica a la tienda delicatessen más cercana con el objetivo de llenar las canastas de pan fresco, vino blanco y lo que se antoje. En ajuar campestre, llegamos al icónico Parque Metropolitano de Guadalajara, repleto de árboles y familias, un espectáculo visual. Entre pelotas volando de un lado a otro y niños corriendo, recorrimos el parque hasta que topamos con una sección parcialmente cercada que albergaba un impresionante árbol, posiblemente un camichín, como el epicentro del espacio. Este árbol extendía sus raíces como brazos, era del tipo que, si hablara, no fuera sorpresa. Por su tamaño, el posiblemente árbol sabio regalaba una amplia sombra. Extendimos una manta, decoramos la tabla con quesos y carnes frías, descorchamos el vino blanco y ambientamos con el maestro Ennio Morricone de fondo. Me sentía inmerso en una escena digna de Giuseppe Tornatore, acostados sobre la manta, ahí, exactamente donde quería y debía estar. Qué deliciosa es la actividad de no hacer nada, qué delicioso es el picnic.
Analista financiero, con un alto interés por el trasfondo de lo ordinario y cotidiano.