OPINIÓN

Pacto peligroso

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Catón EN MURAL

3 MIN 30 SEG

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Don Onofrio era alcalde de pueblo. Y del pueblo también, pues fue electo por sus convecinos. Ruiz Cortines solía decir: "A los gobernadores los elige el Presidente. A los diputados y senadores los elige el gobernador. Pero a los alcaldes los debe elegir el pueblo". Sabio señor, y austero de verdad, fue don Adolfo, que cuidaba con esmerado celo la investidura presidencial, ahora tan descuidada y desvestida. En sus apariciones públicas tomaba su sombrero y se lo colocaba junto al pecho a fin de que nadie se atreviera a abrazar al Primer Magistrado. Aquéllas eran formas, no las deformidades de hoy. Pero por recordar a don Adolfo he dejado en olvido a don Onofrio. Vuelvo a él. Cierto día se le presentó en la alcaldía una señora que llevaba consigo a su hijo, un mocoso de 6 o 7 años, malcriado e impertinente, pues su madre le consentía todo, motivo por el cual estaba en extremo consentido. Tan pronto la mujer empezó a tratar el asunto que la había llevado ahí -un pleito con su vecina- el chiquillo la interrumpió y le dijo: "Quiero ese cuadrito". Y señaló un pequeño cuadro que colgaba de una de las paredes del despacho. Ningún valor tenía el tal cuadrito. No mostraba el hierático rostro de don Benito Juárez, que requiere un cuadro de mayores dimensiones por la elevada estatura cívica del Benemérito. Era un cuadro común y corriente. Representaba a dos pastorcitas que por una veredita bordeada de florecitas llevaban a sus ovejitas camino de su casita. La señora siguió hablando, pero el muchachillo repitió su instancia: "Mami: quiero ese cuadrito". "Espera, hijo" -le pidió la mujer. Y el niño, terco: "Quiero ese cuadrito". La madre, entonces, le pidió al alcalde: "¿Le regala ese cuadrito a mi hijo?". Contestó el munícipe, tajante: "No, señora". Preguntó ella, atufada: "¿Por qué no?". "Mire usted -razonó don Onofrio-. Si le doy al chamaco el cuadrito luego va a querer también el clavito, y acabará por pedirme el agujerito"... Un cierto ex funcionario público, Manuel Espino, propuso que el gobierno entre en diálogo con el crimen organizado a fin de buscar la pacificación del país. A simple vista la propuesta se antoja atendible, primero porque, como dice el dicho, un perdido a todas va, y luego porque parece que ese diálogo ya existe, pues el presidente López está a partir un piñón al menos con una de tales organizaciones: a más de saludar amablemente a la señora madre del jefe de ese cártel, ordenó la liberación de uno de sus cercanos familiares, que había sido detenido ya por la fuerza pública. Pero si aquella sugerencia es objeto de análisis no resultará ya tan plausible. Entablar conversaciones con los jefes del crimen sería concederles una cierta forma de personalidad política, lo cual los haría cobrar mayor fuerza, y engallarse. Eso sucedió con el ya casi olvidado subcomandante Marcos, cuya histriónica figura creció arropada por dos o tres obispos protagónicos que condonaron la violencia armada con que los llamados zapatistas asesinaron a inermes policías municipales, y por algunos esnobs que con abandono total de la conciencia crítica se dejaron deslumbrar por aquel subcomediante a quien actualmente ya pocos recuerdan y menos aún saben cómo se llama ahora. Poco duró el engaño, y poco también la mentirosa guerra del engañador. Volviendo a la propuesta del señor Espino diré que si se llegara a algún acuerdo con los capos de la droga, luego exigirían más y más, igual que el muchachillo del relato, y acabarían pidiéndole a la autoridad el agujerito. Nunca es bueno andar en concilio de malos. Pactar con el diablo siempre trae consigo funestas consecuencias... FIN.