Entre tormenta y alegría nos encontrábamos amigos y familiares acompañando a mi querido primo y a su linda novia en la ceremonia de su boda. Se llevó a cabo dentro de la imponente Parroquia Nuestra Señora de Guadalupe en Monterrey y, como la costumbre dicta, todos los presentes portábamos un elegante ajuar y un excesivo toque de loción. Previo a comenzar el solemne acto, el sacerdote se tomó un tiempo para explicar cómo él no hace el casamiento, sino la pareja; los invitados y el sacerdote somos meros espectadores. Mientras los novios se agarraban de las manos y fijaban su mirada uno al otro, mi mente se disparó... todo este espectáculo para presenciar una promesa. Es una formulación de palabras intencionadas sobre las que recae toda esta institución, e impresionantemente funciona. La promesa de quedarse pese a vientos difíciles, la promesa de respetarse y ante todo la promesa de amarse por toda la vida. Todo esto emerge de un mero acuerdo con el futuro, una idea intangible que se cruza e influye en lo tangible, es la metáfora que le da forma a la realidad, es el poema que aparece en vida. Comencé a percatarme de todo el mar de símbolos en el cual recae este evento... la pedida, la despedida, los anillos, el vestido, el último baile con los padres, el vals de los novios, la noche de bodas y la luna de miel, todo reforzando la idea de que aquellas palabras tienen el poder de alterar la realidad. Comúnmente reprochaba todo este espectáculo, pero entendiéndolo como el medio para convertir las palabras en realidad, parece funcionar.
Analista financiero, con un alto interés por el trasfondo de lo ordinario y cotidiano.