La culpa sí era mía
Fernando Padilla Gutiérrez Hermosillo EN MURAL
4 MIN 30 SEG
A mediados de 1961, la teórica política Hannah Arendt asistió a Jerusalén, como reportera de The New Yorker, al juicio contra Adolf Eichmann. Este era un militar de muy alto rango dentro del régimen nazi, considerado como uno de los mayores productores del Endlösung der Judenfrage (Solución Final de la Cuestión Judía). Dirigía el esfuerzo logístico de deportar a los judíos, de los ghettos a los campos de concentración. A costa de su sistema, agonizaron y murieron millones de judíos. Sabiendo esto, Arendt anticipaba encontrarse con un monstruo sediento de sangre. Entrando al tribunal ubica al hombre, enclaustrado en una cabina de cristal: delgado, de estatura media, con cabello en declive, de mediana edad y con un tic nervioso. A horror de Arendt, no encontró un monstruo; en cambio, un hombre ordinario. Un hombre sin antecedente criminal previo a su rol dentro del régimen nazi, sin ningún trasfondo demoniaco, sin haber asesinado a nadie con sus propias manos, pero convertido en uno de los mayores criminales de la historia. No tuvo una intención malvada, seguía ordenes y fue irreflexivo. A esta ocurrencia Arendt denominó La Banalidad del Mal.
Analista financiero, con un alto interés por el trasfondo de lo ordinario y cotidiano.