El futbol ya no se ve como lo hacía mi padre a sus 17 años por allá de 1966. No había distractores. En la sala, único aposento con televisor en toda la casa, se reunía la familia para observar un partido de futbol sin tabletas electrónicas, sin redes sociales, sin dispositivos para escuchar música. Eran los ojos del espectador, la monocromática y poco nítida pantalla, el romántico juego y el lenguaje elegante del relator.