OPINIÓN

No llegué a conocer al tío Haro, pero a menudo me encuentro con él. En la calle, en el banco, en un café

De fantasmas

NEGRO Y CARGADO / José Israel Carranza EN MURAL

5 MIN 00 SEG

Icono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redesIcono para compartir en redes
No llegué a conocer al tío Haro. Murió dos años antes de que yo naciera, y sólo dispongo de una fotografía donde aparece con un traje oscuro, sentado, con expresión de azoro cansado o de aturdimiento. Su rostro recuerda el de los últimos tiempos de John Huston, pero con el pelo negro y sin barba, y el peso de los hombros y la boca entreabierta sugieren un abatimiento irreversible. Tengo también un puñado de anécdotas en las que figura avejentado por el Parkinson, como un comerciante mezquino (vendía medicinas, y tenía la costumbre de remover una gragea de cada tubo para rellenar otros y sacar así más ganancia) o como un marido celoso. Su semblanza triste la redondea el hecho de que no podía tener hijos, cosa que lo amargaba. El vacío del que procedía -nadie sabe de dónde era, cómo conoció a mi tía, por qué se casaron- se comunica con el vacío en el que reingresó a su muerte: poco menos de un año después, mi tía se casó con un hombre alegre y entrañable, tuvieron dos hijos, no hizo falta que del tío Haro quedara más que el olvido y aquella fotografía en blanco y negro, que no sé por qué conservo.