Buses y changos

Estábamos a una cuadra, naturalmente pongo las intermitentes y paro el ojo para encontrar lugar. Sin mucho esfuerzo y por gracia de algún ser superior, aparece, justo a contraesquina del recomendado café. ¿Habrá mayor afirmación de tu hombría que esto? Me paro el cuello y me posiciono paralelamente, alineo los espejos, giro completamente el volante y comienzo a retroceder anticipando una estacionada perfecta, pero, súbitamente, de los arbustos aparece una señora agitando las manos, parándose en dicho espacio y gritando una y otra vez: "¡Este espacio está apartado! ¡Mi hijo está por llegar!". Bajo mi ventana y le respondo: "Señora, con la pena, pero no puede apartar espacios públicos". Intento razonar con ella, pero soy interrumpido por un rotundo y desesperado pitido, veo el retrovisor, noto un camión acercándose, y el conductor con el cuerpo completo en su ventana, gritándome a puño alzado. En plena orquesta de gritos, analizo mis posibilidades y opto por entrar en pila a un espacio apretado para dejar pasar el transporte público. Éste se frena a mi lado, abre las puertas y todavía sentado empieza a gritarme endemoniadamente con todos sus pulmones lo usual: sobre mi madre, cuestionando mi heterosexualidad y explicándome las múltiples formas de cómo me voy a morir. Mi respuesta fue indicarle que ya estaba en siga y que continuara su camino. Pero él prefirió bajar sus escaleras para ahora explayar sobre mis privilegios, hacerme entender lo demandante que es estar en su asiento y, claro, volvió a recorrer el tema de mi madre. Subo el vidrio, y pasa por mi cabeza la posibilidad de agarrarme a golpes en plena calle con dicho orangután, pero opto por la civilidad. De reojo veo al de la fruta disfrutando la escena, mientras que, entre gritos, el caballero finalmente se decide por seguir su camino. Me sentí Larry David en alguna escena de Curb Your Enthusiasm.